Aunque en
Cuba insistieran en llamarlo el Gallego Manolo, como a todos los españoles que
por décadas y siglos se habían asentado en la isla, siempre que podía el viejo
Manuel Mejido les aclaraba: “Asturiano. Soy asturiano”. Y no lo hacía porque considerara
que ser asturiano fuese mejor que ser gallego, o catalán o andaluz, sino
porque, a pesar de haber vivido tantos años lejos de su terruño, en cada
ocasión en que se le despertaba la nostalgia, sus recuerdos más ingobernables
reavivan la memoria de aquel pueblito asturiano donde había nacido y al cual,
algún día, regresaría para completar el ciclo de la vida. Porque Manuel Mejido
aspiraba a descansar en la misma tierra donde había nacido.
A sus ochenta años, el día de regresar había llegado,
y Manuel Mejido se encontraba sentado en el asiento de un avión con rumbo a
Avilés. A su lado iba Ana, su hija, dándole su apoyo incondicional. Manuel sacó
de su cartera una vieja foto en la que aparecía con su familia a la puerta de
la casa familiar, la casa donde vivió felizmente durante los primeros años de
su vida.
Había pensado en volver tantas veces que apenas podía
creer que por fin estuviera a punto de regresar a su tierra, a esa tierra que
tanto habían amado él y María. Volvió a mirar la foto y comenzó a recordar la
historia de su vida.
A los dieciocho años fue destinado a El Ferrol para
realizar el servicio militar y allí conoció a su amigo Rodrigo Pernas, quien lo
convenció para dar el paso que cambiaría su futuro. Ambos eran cocineros en el
cuartel y Rodrigo le enseñó lo que sería la pasión y el trabajo de su vida: la
cocina. Tras acabar el servicio militar, los dos emigraron a Cuba con el sueño
de abrir allí su propio restaurante, huyendo de la mala situación económica que
atravesaba España. Ambos pagaron sus pasajes trabajando como cocineros en el
barco que los llevó desde Coruña hasta Cuba.
Cuando llegaron, decidieron probar suerte en La
Habana, donde estaban establecidos la mayoría de emigrantes españoles y, con la
ayuda del Centro Asturiano, consiguieron alquilar el local en el que iban a
poner los cimientos del que fue el sueño de su vida: su restaurante Los del Norte.
A los pocos meses de llegar, Manuel se puso enfermo y
tuvo que ser ingresado en la Casa de Salud Covadonga, donde conoció a María.
Era una enfermera cuyos padres, también asturianos, habían emigrado a Cuba años
atrás. Se enamoraron rapidamente y, tras un breve noviazgo, se casaron. Manuel
y María tuvieron a su hija, momento que se convirtió en uno de los más felices
de sus vidas.
Los años pasaron y el restaurante de Manuel y
Rodrigo, especializado en recetas asturianas y gallegas, se convirtió en uno de
los más populares de La Habana. Actualmente, eran Ana y el hijo de Rodrigo
quienes llevaban el negocio.
Estaba tan absorto en sus pensamientos que casi no se
dio cuenta de que el avión estaba a punto de aterrizar, y se sorprendió de lo
corto que se le había hecho el viaje.
Al salir del aeropuerto, vio a su nieto y a la mujer
de este, que actualmente vivían en Oviedo y habían ido a buscarles en coche. En
el camino hacia su pueblo, Manuel se dio cuenta de lo mucho que habían crecido
los pueblos cercanos al suyo, fijándose en cómo había cambiado todo.
Cuando
llegó, miles de recuerdos de su niñez regresaron a su mente, produciéndole una
sensación que no había tenido en mucho tiempo: la sensación de estar en casa.
Caminó por las calles empedradas recorriendo todo el pueblo, dando un rodeo
para llegar a su destino. Se entretuvo mirando hacia todos lados, reviviendo
sensaciones. Cada rincón de aquel lugar le traía recuerdos: la plaza donde
solía jugar con sus amigos, la panadería donde iba a comprar el pan todos los
días, el puerto donde esperaba a que su padre volviera de pescar… Pasó por
delante de la casa en la que había crecido y que había sido reformada
totalmente por su nieto, exceptuando la vieja puerta de madera, que seguía
intacta, para que él pudiera volver a vivir en ella.
Siguió
caminando, fijándose en el paisaje, en las casas, reparando en cada detalle y
dándose cuenta de que realmente había vuelto a su hogar. Se paró enfrente de la
puerta del cementerio y esperó a que su hija la abriera. Atravesó el camposanto
hasta llegar a las puertas del panteón familiar. Las empujó para poder entrar y
posó allí la urna con las cenizas de María que había llevado consigo durante
todo el viaje, cumpliendo así la última voluntad de su esposa y, algún día, él
descansaría allí junto a ella.
Porque Manuel Mejido aspiraba a descansar en la misma
tierra donde había nacido.
Andrea Fernández Fernández. 4º de ESO
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