Aunque en Cuba
insistieran en llamarlo el Gallego Manolo, como a todos los españoles que por
décadas y siglos se habían asentado en la isla, siempre que podía el viejo
Manuel Mejido les aclaraba: “Asturiano. Soy asturiano”. Y no lo hacía porque
considerara que ser asturiano fuese mejor que ser gallego, o catalán o andaluz,
sino porque, a pesar de haber vivido tantos años lejos de su terruño, en cada
ocasión en que se le despertaba la nostalgia, sus recuerdos más ingobernables
reavivan la memoria de aquel pueblito asturiano donde había nacido y al cual,
algún día, algún día, regresaría para completar el ciclo de la vida. Porque
Manuel Mejido aspiraba a descansar en la misma tierra donde había nacido.
Ya sobrepasaba los cincuenta, y no trataba de negarse a
sí mismo que había perdido todo interés por su querida Cuba; en sus largos
paseos por las calles alejadas del centro, en el arte, que le había acompañado
desde hacía tanto tiempo... en la vida, al fin y al cabo. Pero lo asumía, y pensaba
ya en dejarse morir tranquilo en su pequeño pueblo al norte de Asturias. No era
tan sencillo, ya que siempre había vivido muy humildemente, y le hacía falta un
puñado de pesos para costear todo lo que el viaje conllevaría. Decidió entonces
que sería conveniente poner fin a su larga carrera como escultor creando y
vendiendo una última obra, y así, matar dos pájaros de un tiro.
Tenía pensado finiquitar la tarea cuanto antes mejor, de
modo que se puso manos a la obra: preparó un bloque de mármol, sus herramientas,
cantidades ingentes de café y una pila de discos entre los cuales figuraban
títulos como Moon Beams, del trío de Bill Evans, o el mítico Kind of
Blue. Una vez lo tuvo todo listo, se dejó llevar sin ninguna idea demasiado
definida en la cabeza.
Empezó con bastante indiferencia, era para él simple
rutina; pero tardó muy poco en dejarse contaminar por su obra, y comenzar a
trabajar incansable e instintivamente, casi como poseído. Cincelaba aquí y
allá, sin parar de un lado para otro, con movimientos ágiles como las notas
improvisadas que sonaban paralelamente, notas que algunos negros habían dejado
grabadas en los surcos de sus discos. Llegó un momento en el que dejó a un lado
el resto de sus ocupaciones y necesidades para centrarse en ese pedazo de mármol
que ya tenía, definida claramente, la forma de una mujer bellísima. Era lo
único que ocupaba su cabeza en esos momentos. Por las noches también trabajaba,
iluminado por un par de velas y la luz débil de la luna que se filtraba por las
ventanas del taller.
Tras varios días acumulando cansancio, mientras sonaban
los últimos compases de Flamence Sketches, se paró por primera vez a
observar detenidamente aquella belleza que descansaba en un sueño frío sobre
una especie de altar. Encendió un cigarrillo y puso el último LP que le quedaba
por escuchar. Sonó su canción favorita, You and the night and the music, de
Stan Getz. Se dio cuenta de que la escultura no solo era buena, sino que era
perfecta. Jamás había creado algo tan hermoso. Se enamoró perdidamente de su
obra maestra y la consideró terminada, negándose a dar cualquier tipo de
retoque por miedo a estropearla. Después de contemplarla desde todos los
ángulos posibles, con su mente al fin en calma, se acostó en el mismo suelo del
taller y se durmió casi en el mismo momento.
Cuando se despertó, estaba dentro su amigo y socio,
Alfredo. Le conocía desde poco después de haberse iniciado en el arte, y él le
había comprado a Manuel muchas de sus esculturas. Se había quedado perplejo al
ver la creación de su amigo, y se paseaba una y otra vez alrededor de la obra,
admirándola. Manuel le había dicho, antes de empezar a esculpir, que podría
pasarse en unos cuantos días para ver si estaba interesado en comprarla.
En cuanto Manuel se hubo incorporado, Alfredo le confesó
que era lo mejor que había visto nunca, y que estaba dispuesto a darle una
cantidad mucho mayor de la que necesitaba para volver a Asturias. Pero él había
cambiado de idea. Ya no le importaba nada más que su escultura, ni siquiera se
acordaba de su querido pueblo natal, en su cabeza no había sitio para nada que
no fuese su creación. Alfredo trató de convencerle, y le ofreció cifras
escandalosas, pero siempre las rechazó Manuel, quien harto de la insistencia de
su amigo, le invitó a irse de su taller. Este no estaba dispuesto a tirar la
toalla tan pronto, parecía que también se estaba enamorando de la mujer de
mármol, e insistía en comprarla costase lo que costase. Manuel perdió los
nervios. Agarró un garrote y comenzó a romper las ventanas del taller. Antes de
poder amenazar a Alfredo, este ya se había ido, temiendo por su vida. Manuel se
tranquilizó. Ya era casi medianoche y estaba derrotado, de modo que acomodó un
colchón improvisado al lado de la escultura y se echó a dormir.
Se despertó sobresaltado por un sonido muy fuerte. Ya
hacía tiempo que no había una tormenta como esa en Cuba: el viento soplaba con
una fuerza inmensa y llovía. Cuando abrió los ojos, vio trozos de mármol en el
suelo. Buscó rápidamente con la mirada a su querida, pero ya no había nada
sobre el altar. El vendaval se había colado por las ventanas rotas y la había
destrozado contra el piso. Se arrodilló en silencio para contemplarla,
despedazada, en el suelo.
Reprodujo por vez última, como si fuera un ritual, aquel
disco de Stan Getz mientras preparaba un nudo corredizo. No tuvo problemas para
unir un extremo al techo. Entonces, se subió al mismo altar sobre el que había
reposado la perfección hecha escultura, y se echó la cuerda al cuello.
Diego Flórez Álvarez. 2º de
Bachillerato.
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