"LLa lengua nace con el pueblo; que vuelva a él, que se funda con él, porque el pueblo es el verdadero dueño de la lengua". Miguel Delibes a lengua nace con el pueblo; que vuelva a él, que se funda con él, porque el pueblo es el verdadero dueño de la lengua". Miguel Delibes

miércoles, 18 de noviembre de 2015

PUNTO Y SEGUIDO CON LEONARDO PADURA: LA MUERTE DE MÁRMOL


Aunque en Cuba insistieran en llamarlo el Gallego Manolo, como a todos los españoles que por décadas y siglos se habían asentado en la isla, siempre que podía el viejo Manuel Mejido les aclaraba: “Asturiano. Soy asturiano”. Y no lo hacía porque considerara que ser asturiano fuese mejor que ser gallego, o catalán o andaluz, sino porque, a pesar de haber vivido tantos años lejos de su terruño, en cada ocasión en que se le despertaba la nostalgia, sus recuerdos más ingobernables reavivan la memoria de aquel pueblito asturiano donde había nacido y al cual, algún día, algún día, regresaría para completar el ciclo de la vida. Porque Manuel Mejido aspiraba a descansar en la misma tierra donde había nacido.

Ya sobrepasaba los cincuenta, y no trataba de negarse a sí mismo que había perdido todo interés por su querida Cuba; en sus largos paseos por las calles alejadas del centro, en el arte, que le había acompañado desde hacía tanto tiempo... en la vida, al fin y al cabo. Pero lo asumía, y pensaba ya en dejarse morir tranquilo en su pequeño pueblo al norte de Asturias. No era tan sencillo, ya que siempre había vivido muy humildemente, y le hacía falta un puñado de pesos para costear todo lo que el viaje conllevaría. Decidió entonces que sería conveniente poner fin a su larga carrera como escultor creando y vendiendo una última obra, y así, matar dos pájaros de un tiro.

Tenía pensado finiquitar la tarea cuanto antes mejor, de modo que se puso manos a la obra: preparó un bloque de mármol, sus herramientas, cantidades ingentes de café y una pila de discos entre los cuales figuraban títulos como Moon Beams, del trío de Bill Evans, o el mítico Kind of Blue. Una vez lo tuvo todo listo, se dejó llevar sin ninguna idea demasiado definida en la cabeza.

Empezó con bastante indiferencia, era para él simple rutina; pero tardó muy poco en dejarse contaminar por su obra, y comenzar a trabajar incansable e instintivamente, casi como poseído. Cincelaba aquí y allá, sin parar de un lado para otro, con movimientos ágiles como las notas improvisadas que sonaban paralelamente, notas que algunos negros habían dejado grabadas en los surcos de sus discos. Llegó un momento en el que dejó a un lado el resto de sus ocupaciones y necesidades para centrarse en ese pedazo de mármol que ya tenía, definida claramente, la forma de una mujer bellísima. Era lo único que ocupaba su cabeza en esos momentos. Por las noches también trabajaba, iluminado por un par de velas y la luz débil de la luna que se filtraba por las ventanas del taller.

Tras varios días acumulando cansancio, mientras sonaban los últimos compases de Flamence Sketches, se paró por primera vez a observar detenidamente aquella belleza que descansaba en un sueño frío sobre una especie de altar. Encendió un cigarrillo y puso el último LP que le quedaba por escuchar. Sonó su canción favorita, You and the night and the music, de Stan Getz. Se dio cuenta de que la escultura no solo era buena, sino que era perfecta. Jamás había creado algo tan hermoso. Se enamoró perdidamente de su obra maestra y la consideró terminada, negándose a dar cualquier tipo de retoque por miedo a estropearla. Después de contemplarla desde todos los ángulos posibles, con su mente al fin en calma, se acostó en el mismo suelo del taller y se durmió casi en el mismo momento.

Cuando se despertó, estaba dentro su amigo y socio, Alfredo. Le conocía desde poco después de haberse iniciado en el arte, y él le había comprado a Manuel muchas de sus esculturas. Se había quedado perplejo al ver la creación de su amigo, y se paseaba una y otra vez alrededor de la obra, admirándola. Manuel le había dicho, antes de empezar a esculpir, que podría pasarse en unos cuantos días para ver si estaba interesado en comprarla.

En cuanto Manuel se hubo incorporado, Alfredo le confesó que era lo mejor que había visto nunca, y que estaba dispuesto a darle una cantidad mucho mayor de la que necesitaba para volver a Asturias. Pero él había cambiado de idea. Ya no le importaba nada más que su escultura, ni siquiera se acordaba de su querido pueblo natal, en su cabeza no había sitio para nada que no fuese su creación. Alfredo trató de convencerle, y le ofreció cifras escandalosas, pero siempre las rechazó Manuel, quien harto de la insistencia de su amigo, le invitó a irse de su taller. Este no estaba dispuesto a tirar la toalla tan pronto, parecía que también se estaba enamorando de la mujer de mármol, e insistía en comprarla costase lo que costase. Manuel perdió los nervios. Agarró un garrote y comenzó a romper las ventanas del taller. Antes de poder amenazar a Alfredo, este ya se había ido, temiendo por su vida. Manuel se tranquilizó. Ya era casi medianoche y estaba derrotado, de modo que acomodó un colchón improvisado al lado de la escultura y se echó a dormir.

Se despertó sobresaltado por un sonido muy fuerte. Ya hacía tiempo que no había una tormenta como esa en Cuba: el viento soplaba con una fuerza inmensa y llovía. Cuando abrió los ojos, vio trozos de mármol en el suelo. Buscó rápidamente con la mirada a su querida, pero ya no había nada sobre el altar. El vendaval se había colado por las ventanas rotas y la había destrozado contra el piso. Se arrodilló en silencio para contemplarla, despedazada, en el suelo.

Reprodujo por vez última, como si fuera un ritual, aquel disco de Stan Getz mientras preparaba un nudo corredizo. No tuvo problemas para unir un extremo al techo. Entonces, se subió al mismo altar sobre el que había reposado la perfección hecha escultura, y se echó la cuerda al cuello.

Diego Flórez Álvarez. 2º de Bachillerato.

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