Aunque en Cuba insistieran en llamarlo el
Gallego Manolo, como a todos los españoles que por décadas y siglos se habían
asentado en la isla, siempre que podía el viejo Manuel Mejido les aclaraba: “Asturiano.
Soy asturiano”. Y no lo hacía porque considerara que ser asturiano fuese mejor
que ser gallego, o catalán o andaluz, sino porque, a pesar de haber vivido
tantos años lejos de su terruño, en cada ocasión en que se le despertaba la
nostalgia, sus recuerdos más ingobernables reavivan la memoria de aquel
pueblito asturiano donde había nacido y al cual, algún día, algún día,
regresaría para completar el ciclo de la vida. Porque Manuel Mejido aspiraba a
descansar en la misma tierra donde había nacido.
Manuel Mejido era un hombre alto y
delgado, pues no comía demasiado, con el pelo rubio como el oro y unos ojos
grandes del color del mar. Era simpático, pero solo con los conocidos; se
volvía tímido frente a los extraños. Lo mejor de este hombre era su testarudez
al tomar una decisión. Por eso, cuando se le ocurrió la idea de irse a su
tierra, para no solo ver a su familia sino poder descansar en paz en ella,
nadie lo pudo detener. Fue inmediatamente a comprar un pasaje de avión y, al día siguiente, volaba hacia Asturias, su
tierra querida.
Ya en el avión, Manuel estaba
sentado tranquilo, leyendo uno de sus libros de Leonardo Padura, aspirando
vivir en uno de ellos cuando, de repente, sintió una mano fría y sudada sobre
la suya. Sobresaltado, miró a su derecha, donde se encontraba una chica joven,
con la mirada perdida. Después de unos segundos observándola, sin recibir
ningún tipo de reacción por parte de ella, decidió ser el primero en romper el
silencio.
-Perdóneme señorita, ¿se encuentra
usted bien?
Ella le miró sin decir una
palabra. Manuel esperaba su respuesta ansiosamente, sentía que algo malo pasaba
con esta chica, aunque lo único que recibió fue su silencio y algo en su mano.
Era suave y no muy grande. La miró confuso, sin saber qué hacer. ¿Qué quería
esta joven de él? ¿Por qué le estaba dando eso? Ella, al entender su confusión,
decidió finalmente abrir su boca.
-Por favor, léalo en secreto. -susurró en voz
casi inaudible.
Manuel no entendía nada, pues no sabía por qué rayos esta joven
hablaba tan bajo o por qué quería que leyera ese papel. Puso ese mensaje en secreto
sobre su libro y empezó a leerlo.
“Soy Ana y tengo dieciséis años.
Hoy me han secuestrado unos hombres a quienes nunca he visto en mi vida. Me
han mantenido encerrada durante horas, dándome comida cada seis. He sido
obligada a tragar unas bolsas pequeñas llenas de una sustancia blanca que
sospecho sea droga. Por fin me dejaron ver el sol, llevándome hasta este
aeropuerto, donde he decido pedir ayuda. Robé un bolígrafo de uno de los
traficantes y, cuando entramos en el avión, me escapé hacia el baño para
escribir esto. Antes de entrar en él me tropecé con un detective, vi su placa,
y también lo he visto a usted, por eso quiero que me ayude y le dé este
mensaje. Yo no podría, ya que hay muchos hombres vigilándome, pero nadie
sospecharía de un viejo. El detective es un hombre de pelo blanco y lleva un
sombrero de color negro. Se lo ruego, es mi única esperanza. AYÚDEME.”
Manuel no se lo podía creer, parecía
haber entrado en uno de sus libros de Leonardo Padura. ¿Estaría soñando o esto
era realidad, y de verdad había traficantes en este avión? Miró de nuevo a su
derecha para asegurase de que esto no era un fantasía y vio a la chica
temblando con una cara blanca de miedo. No le quedaba duda: estaba viviendo una
de sus tantas soñadas historias policiacas. Finalmente algo interesante sucedía
en su aburrida vida, ya podría llegar a su terruño y enorgullecerse de ser un
héroe. Manuel se levantó, decidido a cumplir su “misión”, pero una azafata le
detuvo.
-Perdóneme señor, ¿necesita usted
algo? -le preguntó ella.
Él, un poco desconcertado, sin saber qué decir, observó
de reojo a la joven Ana, quien le miraba nerviosa. ¿Qué podría decir? Tendría
que librarse rapidamente de la azafata, encontrar al detective y darle el
mensaje. Pero, ¿dónde rayos está el maldito? Entre tantos pasajeros, sería difícil
encontrarlo. Mientras contemplaba a la azafata, sus ojos vieron algo que tanto
querían, un sombrero negro. Ahí estaba el otro héroe, sentado cerca del baño.
Entonces se le ocurrió una gran idea.
-Pues, mire usted, he comido tanto
antes de entrar en el avión que se me está subiendo todo. Creo que voy a
vomitar y no será un buen paisaje para ninguno de los pasajeros, por eso
quisiera ir al baño. ¿Me dejaría usted pasar, señorita?
-Claro que sí, señor. ¿Necesita
que le ayude?
-No es necesario, gracias. Estoy
viejo, pero todavía sé caminar.
Así que esquivó a la azafata y se
dirigió hacia el baño. Para no levantar sospechas, fingió haber tropezado y se
dejó caer encima del detective, pasándole el mensaje. Y en voz baja le susurró: "Léalo, por favor." Y se levantó
diciendo en voz alta: "Perdón, parece que sí estoy viejo: ni caminar puedo sin tropezar
conmigo mismo."
-No pasa nada. Si quiere, le abro
la puerta para que no haya otro accidente. -dijo el hombre del sombrero negro levantándose.
-Gracias, buen hombre.
Al entrar en el baño, suspiró
largamente. Había cumplido con su misión, pensó. Para no atraer sospechas, se
quedó un buen rato dentro. Cuando decidió salir, escuchó unos tiros, por lo que cerro rapidamente la puerta, temblando. Durante un largo momento hubo un gran
alboroto, gritos, tiros… hasta que se cesaron y lo único que dominó el avión
fue el silencio.
Catarina Alexandra
Patricio Ferreira. 1º de Bachillerato.
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