Un día de tormenta, mientras luchaba contra la marea por llegar a mi
hogar, llegué a una isla paradisíaca. A lo lejos vi a un señor que iba vestido
con una bata de color rosa y unos pantalones de color azul. Iba descalzo, tenía
cuatro pelos en la cabeza, unos grandes y brillantes ojos marrones, y una nariz
grande y achatada. Su boca era pequeña y tenía unos dientes perfectos.
Encontré un papel tirado a la orilla del mar, que traía un mapa dibujado.
Seguí su camino y, cuando llegué al final de recorrido, me
encontré con una pequeña chabola rodeada de monos.
Aquellos monos no eran monos cualquiera: sabían hablar y se mantenían todo
el rato sobre dos patas. Uno de los simios se acercó a mí y me agarró
fuertemente de la mano derecha queriendo llevarme hacia algún lugar. De pronto,
vi una especie de nave y entré a mirar: allí estaba aquel hombre en una especie
de laboratorio. Tenía un mono apresado en la camilla. Le pregunté: “Señor, ¿qué
está haciendo?” Él se empezó a reír. Le sacó un tubito de sangre a aquel pobre
simio y le inyectó unas mezclas que tenía a su lado.
El hombre me explicó que había naufragado hacía tiempo y había llegado a
aquella isla donde encontró a todos esos monos. Desde entonces, su única familia
eran aquellos simios pero no los podía comprender. Por eso, les inyectaba ese líquido
que, tras años de estudios, había elaborado a base de las plantas de la isla
con la esperanza de que surgiera efecto y poder por fin entender lo que aquellos
pequeños amigos le decían.
A mí todo eso me parecía una locura y le intenté explicar que, a lo
mejor, observando a los monos día tras día seguro que los entendería, en vez de
perder su tiempo investigando raras mezclas
que no sabía qué consecuencias podían tener para aquellos simios. Si de
verdad los quería, no era necesario entenderlos, solo quererlos.
El hombre me
miró con aire sospechoso. Sus ojos se volvieron fríos como el hielo y asintió.
Me dio escalofríos. Tal vez querría experimentar también conmigo….
Paula López Fernández. 1º de
ESO.
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