Aunque me cuesta recordar
su nombre, su imagen quedó grabada en mi
mente como si de un retrato se tratara.
Tenía la cara redonda, con
una amplia frente que dejaba entrever el transcurrir de los años. La ternura de
sus pequeños ojos endulzaba su angulosa nariz, que daba paso a una boca grande
en la que apenas podían distinguirse unos pequeños y gastados dientes.
Los labios habían perdido
toda su tersura, quizás porque durante toda su vida habían repartido miles de
besos.
Aún recuerdo cómo fruncía
sus pobladas cejas cuando me reñía por algo.
Su piel estaba curtida por
el sol, toda su vida había trabajado en el campo y sus manos llevaban grabadas
a fuego las duras jornadas de trabajo.
Cuando miraba su pelo, tan
blanco, imaginaba miles de cosas como que estaba cubierto de nieve o que quizás
en lugar de pelo fuese algodón.
Cojeaba un poquito, pero
eso no le impedía jugar conmigo: para mí, siempre tenía tiempo.
Su ropa era de lo más
sencilla. Como ya comenté, el campo había sido toda su vida y, aunque mayor,
todavía se pasaba las tardes en las tierras.
Era la
persona más alegre, dulce y cariñosa del mundo.
Nunca
olvidaré los abrazos del abuelo.
Iyán
Fernández Pérez. 2º de ESO.
¡Perguapo Iyán!
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