Me llamo Javier, soy el
mayor de los cuatro sobrinos de mi única tía, Antonieta. Es una mujer de carácter agrio, seco y es extremadamente
tacaña. Hace años se quedó viuda y se
hizo millonaria. Pero no sabe disfrutar del dinero, todo lo que tiene ha sido gracias
a su marido.
El
pasado jueves, nos sorprendió a todos los sobrinos cuando recibimos una llamada
suya en la que nos invitaba a una cena en familia en su mansión de Los Ángeles (EEUU).
Quería darnos una gran noticia.
Después
de ponerme en contacto con mis tres
primos, Julia, Manolo y José, estos dos
últimos hermanos, y organizar el viaje, preparé las maletas con mucha intriga.
Mientras
recogía la ropa, pensaba en los momentos divertidos que hemos vivido todos los
primos juntos. En nuestra infancia, éramos un poco traviesos, pero mi primo
José, el más pequeño, a veces llegaba a ser perverso. Le gustaba torturar a
cualquier ser vivo que no fuera racional. Su hermano Manolo, sin embargo, era
un ángel, siempre preocupado por los demás, cuidando de todos; parecía mentira
que hubieran nacido de la misma madre. Julia era una niña muy normal, no le
gustaba llamar la atención.
Estaba recordando esos
momentos cuando, de repente, sonó el timbre. Mis primos habían venido a
buscarme. Qué alegría sentimos al vernos.
–¡Hombre Javi, qué mayor
te veo ja, ja, ja,..! –exclamó mi primo José.
–¡Qué
simpático eres, primo! –dije yo.
–No
le hagas caso, Javi, ya sabes que es muy bromista –puntualizó Manolo.
–Primo,
¿qué tal estás?, ¿lo tienes todo listo?
–Por supuesto, ya sabéis
que me gusta tenerlo todo controlado–afirmé.
A la mañana siguiente,
teníamos que estar en el aeropuerto de Madrid. Nuestro vuelo salía a las 9:10
de la mañana, así que decidimos acostarnos pronto.
Llegó el ansiado día. Después
de recoger nuestras maletas, decidimos desayunar en la cafetería del
aeropuerto.
Cuando entramos en el avión,
Julia empezó a sentir mucho miedo porque era la primera vez que volaba.
–Julia, no te
preocupes, son unas cuantas horas dentro de este aparato, pero
verás cómo te entretienes con una película y después
echas un sueñecito –dijo Manolo con tono tranquilizador.
–Lo intentaré, pero
no te prometo nada; gracias, primo.
La azafata se dispuso a
explicarnos las normas de seguridad. Luego habló el piloto:
–Buenos días, soy el piloto Fernández; el avión
despegará en cinco minutos.
¡Les deseamos un feliz viaje!
En ese momento a Julia le entraron unas tremendas ganas de ir al baño. Le
dijimos que no era buena idea, pero ella no aguantaba más. Serían los nervios.
Tardaba más de lo necesario y el avión iba a despegar. Cuando empezaba a
levantar el vuelo, Julia salió del baño
y, entre el miedo y la confusión, se desmayó en el pasillo. Rápidamente, entre
la azafata y yo cogimos a Julia y conseguimos sentarla en su asiento. Tuvimos
que echarle agua fría en la cara para despertarla. Con todo ese lío, se acabó
durmiendo plácidamente durante unas cuantas horas.
Al
llegar a Los Ángeles, el avión aterrizó con éxito. Salimos del aeropuerto,
donde nos esperaba una limusina que había enviado nuestra querida tía. ¡Qué
ilusión nos hizo montar en ella!; teníamos bebidas, algo para picar, TV, de
todo…
Al
llegar a la mansión, nos recibió Alfred, su mayordomo. Parecía inglés, tenía un
estilo similar al de los mayordomos de las películas. Nos enseñó nuestras
habitaciones y nos invitó a ponernos cómodos. Nuestra tía nos recibiría lo
antes posible, estaba dándose un baño de espuma relajante.
Bajamos
al salón a esperarla. Al momento, apareció Antonieta, vestida muy elegante.
–¡Queridos
sobrinos, qué alegría veros después de tantos años!
–¡Tía,
estás estupenda! –dijo Julia.
–Qué
atenta eres, tú sí que sabes llevar bien tus años.
Como
siempre, Antonieta no sabía contener su lengua.
Después de enseñarnos todo y
dar un paseo por sus jardines, Alfred nos indicó que era hora de asearnos para
la cena.
A las nueve en punto, estaba
todo listo. Nos dispusimos a disfrutar de los suculentos platos que nos había
preparado la cocinera. Cuando llegaron los postres, José le dijo a nuestra
anfitriona:
–Tía Antonieta, nos tienes intrigadísimos, ¿puedes contarnos ya cuál es
esa noticia tan importante?
–Pues claro, ahora mismo. Me ha costado mucho decidirme, pero gracias al
consejo de Alfred, mi testamento está casi acabado.
–¿Qué quieres decir, tía? –preguntó
Julia.
–Durante muchos años, no he sabido
disfrutar de mi riqueza. Reconozco que he sido muy tacaña, pero vosotros
tampoco os habéis interesado mucho por mi vida. Llevo tiempo dándole vueltas,
pensando quién se merece más un buen pellizco de ese dinero. Al fin, he
decidido dejaros a los cuatro una buena cantidad. También dejaré un montoncito
a otra persona, de la que no revelaré el nombre. Espero que no sea un problema
para vosotros y que sepáis estar agradecidos. Deseo vivir muchos años, ya que
gozo de buena salud, pero en el caso de que el destino adelantara
acontecimientos, hay una cláusula en mi seguro de vida que os haría beneficiarios
de otra buena bonificación. Sólo hay una condición para que podáis disfrutar de
esa herencia. Tengo pensado hacer un viaje largo, en tren. Me gustaría visitar
el “Gran Cañón” en un tren turístico que
hace varias paradas y tarda varios días en llegar. Vosotros vendréis conmigo y,
por supuesto, Alfred, pues no podría
hacer nada sin él. En ese viaje tendremos la oportunidad de conocernos mejor y
recuperar el tiempo que hemos perdido estos años. La respuesta, tendréis que
dármela esta noche, porque el tren sale mañana a las diez de la mañana.
–¡Menudo notición! –exclamé yo. Tía,
reconozco que no te hemos cuidado mucho, pero eres la única tía que nos queda
viva y, creo que hablo también en nombre de mis primos, queremos disfrutar de
tu compañía durante muchos años. Aunque vives un poco lejos de España como para
venir a visitarte a menudo, ¿no crees?
–Por supuesto que estamos de acuerdo
con Javi. Vendremos a visitarte todo lo que podamos –apuntaron mis primos.
–Por el dinero para la visitas y el viaje,
no hay por qué preocuparse, chicos. Ya veréis qué gran familia vamos a recuperar.
A la mañana siguiente,
estábamos listos en la Union Station de Los Ángeles, con mucho nerviosismo y
expectación.
Comenzamos el viaje en tren.
El primer día hicimos parada en un pueblo, en el que tuvimos la oportunidad de
hacer unas compras. Volvimos al tren y nos entretuvimos con nuestra tía,
contando historias de nuestra vida, jugando a juegos de mesa, etc.
Manolo no parecía
divertirse, sabía que nunca le había gustado a la tía Antonieta. De pequeño era
regordete, feo y bastante torpe, y eso hizo que fuera diana de muchas de las
burlas de la tía. Además le castigaba sin cenar y sin ir al río a bañarse cuando
nos quedábamos con ella en su casa de verano, aunque el pobre nunca se lo
merecía. El que realmente se portaba mal era su hermano José, pero era el ojito
derecho de la tía.
Julia estaba agradecida,
pero a la vez tenía ganas de acabar ese viaje. En su trabajo las cosas no iban
muy bien y estaba en el punto de mira de un posible despido. No quería
jugársela, pero tampoco quería que la apartaran de la ansiada herencia.
José estaba encantado
disfrutando del momento y, de vez en cuando, aprovechaba que era el preferido
de la tía para burlarse de la ella de forma sutil. Siempre había sabido sacarle
una sonrisa y dinero; era muy interesado.
Yo, en cambio, tenía mis
dudas. La tía no era mala persona, pero tampoco era de fiar. No obstante, tenía
unos días de vacaciones reservados y me pareció buena idea disfrutarlos así.
Alfred no dejaba de servir a
la tía, era como un perro fiel. Pero Antonieta abusaba mucho de su confianza,
hasta el punto de despertarle durante la noche para llevarle una infusión del
vagón restaurante cuando no podía dormir.
Los días transcurrían lentos
y eso nos daba tiempo a pensar en otras cosas. Una noche, cuando tomábamos el
último café, aprovechando que la tía se había ido a dormir, se nos ocurrió
pensar qué pasaría si tía Antonieta se moría antes de tiempo. Podría darle un
infarto, ya que era una señora de gran corpulencia y no se cuidaba mucho.
Podría tener un accidente, podría sufrir una enfermedad…pero, de repente, José
dijo riéndose:
–¡Podríamos envenenarla y así
obtendríamos antes la herencia! Ja, ja, ja.
–Lo dirás de broma, ¿verdad? –dijo
Manolo.
–Claro, hermanito, claro.
Julia y yo nos quedamos desconcertados y
reconozco que estuve parte de la noche dándole vueltas al tema.
Después de unos días, ya estábamos
bastante cansados de las tonterías y exigencias de nuestra tía.
Una mañana, Alfred vino a
nuestro compartimento, sobresaltado y muy nervioso.
–¡Venid corriendo, llamad a un
médico! ¡Su tía no se despierta, parece que está muerta!
–¿Cómo?, no es posible –dije
saltando de la litera–. ¡Manolo, ve a buscar a un médico, rápido!
Desgraciadamente,
el médico certificó su muerte. Aparentemente, había sido una muerte natural, pero el forense tenía que
hacer la autopsia.
Volvimos
a la mansión de Los Ángeles. Allí nos esperaba un inspector de policía. No
podíamos salir de la casa hasta que el caso estuviera resuelto. Éramos testigos
y sospechosos de un asesinato. No nos lo podíamos creer. La autopsia había
revelado que nuestra tía había sido
envenenada. Nada más oírlo pensamos en José…No sería capaz…Hablamos con él en
una habitación, para que nadie nos oyera. Él, por supuesto, lo negó todo.
Lloraba sin parar. Pero, lo que era claro, era que entre nosotros había un
asesino.
El
inspector era un hombre bajito, con aspecto de ardilla. Se llamaba Scott. Nos interrogó
minuciosamente, haciéndonos preguntas de lo más absurdas, aunque seguramente
eran intencionadas.
Todos
teníamos un motivo para matar a la tía Antonieta: el dinero. Yo no imaginaba
que alguno de nosotros fuera capaz de tal cosa, pero la fortuna puede cegarnos,
incluyéndome a mí, pues aun teniendo éxito en mi trabajo y mi vida personal,
siempre me han atraído los grandes lujos.
El
inspector tenía cierta tendencia a sospechar de José. A Julia la estuvo
interrogando entre sollozos, aunque no conseguía sacarle gran cosa, con tanto
llanto. Alfred también estaba muy
afectado, pero tenía una sonrisa nerviosa que alertó al inspector. También era la
persona que más tiempo había pasado con la tía y el que más oportunidades había
tenido para introducir alguna sustancia en sus infusiones. Por el contrario, era
difícil sospechar de Manolo, con ese aspecto bonachón, siempre hablando bien de
la tía, aun sintiéndose mal por los recuerdos que tenía de pequeño. Por mi
parte, la cosa estaba dudosa, parecía poco
sospechoso, pero en un caso así, uno no se puede fiar de nadie.
Pasamos
muchas horas de tensión en esa casa, así que decidimos preparar una cena
tranquila y charlar con el inspector de otras cosas para relajarnos un poco.
Julia
estaba muy nerviosa y empezó a acusar a José por la conversación que habíamos
tenido en el tren. Empezó a gritar y a acusarlo:
–¡Asesino!, no lo puedo creer, mi
propio primo, eres un…, un ¡monstruo!
–Por favor, Srta. Julia, haga el
favor de calmarse. Es mi deber como policía investigar a fondo esta cuestión. José,
explíqueme inmediatamente todo lo relacionado con esa conversación –exigió el
inspector.
–Vamos a ver, tiene razón, vamos a
calmarnos –asintió José–. Esa conversación “se fue un poco de madre”. Todos estábamos
un poco hartos de nuestra tía y, recordando las cosas que nos hacía cuando
éramos pequeños, dije, claro está, de broma, que podríamos envenenarla. Pero
nada más lejos de mi intención.
–Vamos a inspeccionar sus
habitaciones palmo a palmo inmediatamente–ordenó el inspector Scott.
En ese momento, un grupo de
policías, pusieron las habitaciones patas arriba. Empezaron por la habitación de José. Revolvieron todo y
encontraron un libro sobre venenos mortales escondido detrás del falso fondo de
un armario. Se llevaron a José a la comisaría detenido para declarar, como
principal sospechoso.
Siguieron buscando por todos
los rincones, pero no hallaron nada importante. Únicamente, encontraron una cadena
que creían que pertenecía a José. También encontraron en la habitación de
Alfred una botellita de cristal sin etiqueta. La llevaron a analizar. Este
hallazgo ponía en un aprieto al mayordomo.
Pasaron tres días y José
seguía declarándose inocente, no cambiaba su versión. El inspector no las tenía
todas consigo, algo fallaba.
El análisis de la botella dio
positivo en cianuro. Ya conocían la
causa de la muerte, ahora solo faltaba conocer al culpable. También tenían el
resultado del análisis de la cadena, que resultó ser de otra persona.
El inspector quiso ponernos
a todos contra las cuerdas y nos hizo un interrogatorio muy duro. Pero hubo una
persona que no pudo aguantar más la presión. Fue Alfred. Después de soportar
duras acusaciones, por fin reveló:
–No puedo más –nos dijo a todos– y
mirando hacia uno de nosotros añadió–si no confiesas tú, lo haré yo.
Entonces, Manolo, sollozando, dijo:
–Lo siento, no aguantaba más. Quise
olvidar el pasado, pero estos días, viendo cómo se comportaba la tía, no pude
soportar volver a sentirme tan mal como cuando era pequeño. Así que decidí que
la idea de José era buena. Como en el tren había un servicio de biblioteca,
decidí buscar un libro sobre venenos mortales que no dejaran huella y, después,
para no levantar sospecha, me lo traje aquí. La cadena se me debió de caer al
meter el libro en el falso fondo del armario. Lo que peor he hecho ha sido
intentar culpar a mi hermano, pero no vi otra alternativa, él siempre sale
airoso de todos los problemas. Decidí también pedir ayuda a Alfred, porque cada
noche preparaba la infusión de la tía Antonieta. Al principio no quiso
ayudarme, y eso que él estaba bastante decepcionado con la tía porque le
trataba como a un esclavo y no le había incluido en el testamento. Pero no fue
difícil presionarle y convencerle ofreciéndole la mitad de mi parte de la
herencia.
Inmediatamente, el inspector
soltó a José con una disculpa y arrestó a Manolo y a Alfred. No dábamos
crédito, nuestro primo, el más bueno de todos, se había transformado en un ser
rencoroso y dañino…
Después de unos días de
papeleo y de recomponernos un poco del disgusto, el inspector Scott nos informó de la lectura del testamento. A la
mansión llegó un notario que, al parecer,
era íntimo amigo de la tía Antonieta. Comenzó la lectura. La tía nos había dejado, a todos los primos
por igual, la suma de medio millón de euros, un buen pico. También había
sorpresa para Alfred por los servicios prestados durante todos esos años; le
había dejado la mansión, con todo el mobiliario y elementos de decoración incluidos,
entre los que se encontraban algunos cuadros importantes de gran valor.
La avaricia y el rencor hicieron
que Manolo y Alfred no pudieran disfrutar de su fortuna. Julia,
José y yo pusimos rumbo a Madrid. Llegamos finalmente a nuestras casas y contamos todo lo sucedido
al resto de la familia.
Manolo y Alfred fueron encarcelados en una prisión y
siguen cumpliendo su condena en la actualidad.
Darío Casado Corralo.
1º A de ESO.
Prof. Noemí González García
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