Esta es la historia más triste jamás
contada sobre la vida de un perro. A Zar lo encontraron dentro de un contenedor
de basura en un polígono industrial, cuando no tenía ni dos meses de vida,
junto con sus cinco hermanos.
Puede decirse que tuvieron suerte, alguien
los oyó llorar y avisó a la protectora de su ciudad, los rescataron y los seis
cachorros fueron a parar a la perrera.
Rápidamente se anunció el hallazgo, se pusieron en marcha las redes sociales
para conseguir que alguien los adoptara; no fue difícil ir encontrándoles casa
a casi todos ellos.
Se fueron marchando uno a uno con sus
nuevos dueños, pero nadie se interesaba por Zar. Era el más pequeñito de todos, el más tímido y el más desconfiado, así fue como se quedó
solo en la perrera. Parecía no adaptarse, estaba triste, no comía y, cuando
algún voluntario quería sacarlo de paseo, se negaba.
Un día llegaron unos señores que buscaban
un cachorro para su hija, pero casi todos los perros eran adultos; entonces se
fijaron en Zar. En su nueva casa Zar estaba feliz, comía, jugaba, corría y
también destrozaba alguna cosa. Pasaron algunos meses y Zar creció y se
convirtió en un perro grande, torpe y bonachón. Los padres de la niña no
estaban muy contentos con él porque se tropezaba con todo y casi todas las
semanas destrozaba algo.
Se acercaba el cumpleaños de la niña y sus
padres le prometieron un viaje
inolvidable, pero Zar no podía ir ni tampoco podía quedarse solo en casa, así
que negociaron con ella el devolverlo a la perrera si no quería olvidarse de
aquel viaje. De este modo, aunque muy triste, la niña decidió que Zar regresara
a la perrera.
Zar ya había conocido la felicidad y lo que
era tener a alguien que te quiera, así que se deprimió y se convirtió en un
perro malhumorado y triste.
Ya no sabían qué hacer con él, lo daban por
perdido. Pero afortunadamente apareció un señor mayor al que se le había muerto
su perro hacía poco y se fijó en Zar. Le contaron su historia y decidió
llevárselo. Le costó mucho que Zar se dejara querer, pero tuvo paciencia y consiguió
que Zar volviera a tener ilusión, que saliera a pasear, que comiera y que
jugara.
Pasaron algunos años en los que Zar fue
feliz de nuevo, pero su dueño enfermó y lo llevaron al hospital. Le dijeron que
iba a morir y decidió volver a casa para que Zar no estuviera solo. Así fue
como Zar estuvo con su dueño hasta su muerte, pero su destino fue una vez más
la perrera, aunque esta vez Zar decidió que no iba a pasar otra vez por lo
mismo y dejó de comer y de beber, se dejó morir de tristeza.
Pelayo Porrón Uría, 1º ESO A
Prof. Noemí González
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