Juan se levantó muy contento esa mañana. Era su
cumpleaños. Al bajar a desayunar, se encontró con su madre.
-Buenos días, cariño –dijo su madre.
-Buenos días –contestó él.
-Hoy es un día muy especial, cumples diez años. Esto
es para ti –dijo mostrándole una caja dorada-. Este es el regalo que me dio tu
abuela cuando cumplí diez años. Lo sigo conservando y te lo voy a dar.
-Gracias, mamá.
Nervioso, abrió la caja y se encontró dos espejos,
uno grande y otro pequeño.
-¿Dos espejos? –preguntó decepcionado y con cara
extraña.
-No son dos espejos cualquiera, son mágicos –le
explicó su madre cogiendo el grande.- Con este, puedes viajar a donde tú
quieras, solo tienes que pensar un lugar. En cambio, para poder volver, tienes
que llevar este siempre contigo –dijo cogiendo el pequeño-. Cuando estés en el
lugar que deseas, solo tienes que mirarte en este espejo y volverás a casa.
Juan miró incrédulo a su madre. ¿Qué tipo de regalo
era ese? ¿Sería verdad lo que decía su madre?
Cogió los dos espejos y se fue a su habitación. Metió
el pequeño en su bolsillo y después miró el grande. Cuánto le gustaría estar en
el viejo rancho de su abuela, con los caballos, hacía tanto tiempo que no la
veía. De pronto, sintió un mareo y, al abrir los ojos, estaba en el viejo
rancho. Allí vio los caballos y, a lo lejos, a su abuela. Corrió hacia ella y
la abrazó.
-Mi niño, ¡cuánto tiempo sin verte! –exclamó la
abuela.
-Abuela, hoy cumplo diez años y mamá me ha regalado
los espejos que tú le diste. Ahora podremos vernos más a menudo –explicó Juan.
-Disfruta de tu regalo –dijo ella.
-Voy a seguir viajando. Adiós, abuela.
Se despidió y se miró en el espejo. Volvía a estar en
su habitación.
Juan pensó en otro sitio donde le gustaría estar, se
encontraba tan emocionado que se le ocurrían muchos. De repente, la imagen de
Nueva York apareció en su cabeza. ¡Tenía tantas ganas de conocer esa ciudad!
Miró el espejo y gritó: “¡Nueva York!”.
Volvió a sentir un mareo y, cuando abrió los ojos,
estaba allí. Visitó la Estatua de la Libertad, Central Park, Times Square y el
Puente de Brooklyn pero se le había hecho tarde así que, sacando el pequeño
espejo, se miró y volvió a casa.
Estaba ya cansado pero pensó que todavía podría hacer
otro viaje. Siempre había soñado con ir a la selva, quería ser explorador.
Volvió a mirarse en el espejo y, al cabo de unos segundos, estaba en la selva,
dentro de una choza construida con ramas y troncos. Oyó ruidos y gritos por lo
que salió. Un grupo de indígenas corría hacia él, amenazantes, con unas lanzas.
Juan tenía medio y echó a correr aunque ellos le perseguían. Pensó que era el
momento de acabar ese viaje: metió la mano en el bolsillo pero el espejo no
estaba. Seguramente lo había perdido en su huida.
-No puede ser –pensó asustado-. No voy a volver a casa
y además voy a morir en manos de estos indígenas.
Siguió corriendo y se cayó al suelo. Unas manos le
agarraron.
-¡Es el fin! –gritó.
-¡Despierta, Juan! Tan solo es una pesadilla –le
decía su madre mientras le zarandeaba.
-¿Qué? –preguntó sobresaltado.
-Cariño, ¡hoy es tu cumpleaños! –exclamó ella con una
caja dorada en las manos-. Tengo un regalo para ti.
Jimena González Díaz. 2º de ESO
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