Todo era normal antes de esa estúpida noche de
Halloween. Me cambió la vida… ¡pero a peor! Antes era un chaval normal, con sus
problemas amorosos y de amistades. Pero todo en mí cambió: mi forma de pensar,
de sentir…
La noche del 31 de octubre de 1826, mis amigos y yo
decidimos ir al cementerio por el tema de Halloween y de los muertos vivientes.
No se nos ocurrió mejor cosa que jugar a la ouija. Yo era el cagado del grupo:
todo eso de los fantasmas, espíritus, me daba miedo, no me gustaba jugar con
eso. Nos sentamos al lado de la tumba del exalcalde de mi ciudad. Posamos las
manos en el tablero e intentábamos hablar con alguien pero no se movía el
puntero. Suponía que tan solo era un juego.
Decidí sentarme en una piedra y disfrutar un rato de
la noche. Mis amigos se fueron a casa y yo me quedé ahí, solo, sin ninguna
compañía. Estaba tan a gusto, la sensación del viento y el aire fresco me relajaba
mucho. Ya se hacía tarde y me iba a casa cuando sentí el roce de algo o alguien
en mi espalda. Me di la vuelta y no había nada, solo tumbas y flores secas.
Llegué a la salida del cementerio y la puerta estaba
cerrada. Pensé que el vigilante había cerrado. Recordé que había otra puerta en
la otra punta del cementerio.
Cuando estaba llegando, vi una sombra detrás de un
árbol. Fui detrás de ella y llegué a una cabina. Estaba oscuro y hacía mucho
frío. No sabía por qué pero notaba una presencia muy extraña. De repente, el
pestillo en la puerta se cerró. Empecé a sudar y el miedo se apoderó de mí. No
sabía qué hacer ni decir. Ni siquiera me salía la voz. La sombra apareció
reflejada en la ventana y, cuando me giré, noté cómo se metía dentro de mi
cuerpo. Ese demonio me había poseído. Fue horrible, pensé que era mi fin.
Cuando todo acabó, estaba destrozado por dentro y lo
peor fue que estaba tan solo…, todos mis amigos estarían jugando y yo ahí,
muriéndome. Opté por ir a casa, dormir y descansar, que lo necesitaba.
Al día siguiente, sentí la necesidad de desahogarme,
destrozar cosas… Se me cruzó un cable, mis ojos se volvieron rojos como la
sangre y empezó a salirme pelo por todo mi cuerpo. Entonces salí de casa y la
primera persona que pasó por la calle… la asesiné sin piedad. Día tras día
cometía asesinatos, mataba a gente por diversión. Me daba igual el tipo de
persona que fuese: mujer, niño, hombre, anciana…
Al final, me descubrieron y cinco coches de policía
me dispararon hasta que caí al suelo.
Ahora, todos los años en el Día de los Muertos, salgo
de la tumba y voy a lamentarme a las de las personas que asesiné, esas personas
que murieron por mi antojo.
Enma Iglesias González.
2º B. ESO
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