Aunque
en Cuba insistieran en llamarlo el gallego Manolo, como a todos los españoles
que por décadas y siglos se habían asentado en la isla, siempre que podía el
viejo Manuel Mejido les aclaraba: "Asturiano. Soy asturiano." Y no lo
hacía porque considerara que ser asturiano fuese mejor que ser gallego, o
catalán o andaluz, sino porque, a pesar de haber vivido tantos años lejos de su
terruño, en cada ocasión en que se le despertaba la nostalgia, sus recuerdos
más ingobernables reavivan la memoria de aquel pueblito asturiano donde había
nacido y al cual, algún día, algún día, regresaría para completar el ciclo de
la vida. Porque Manuel Mejido aspiraba a descansar en la misma tierra donde
había nacido.
Manuel Mejido era hombre de pocas
palabras, pero de ideas claras y defendía a muerte sus intereses e ideales. Él
siempre atribuía esa cualidad a su sangre asturiana. Su abuela Adelina le había
enseñado desde pequeño a luchar por lo que quería. Esta historia siempre se la
contaba a sus dos hijos, Jonathan y Pelayo.
Nuestro asturiano, con apenas
diecisiete años, tuvo que irse a Cuba por compromisos laborales y quizá también
familiares. Ese año, allá por 1970, se enamoró de Marlys, la madre de sus
hijos, pero el amor les duró pocos años. Cuando ocurrió todo esto, Manuel
intentó volver a Asturias pero, por varias circunstancias, le fue imposible. Se
sentía atado a esas tierras americanas debido a sus hijos y a su posición
laboral. Ejercía de profesor de historia, la asignatura que le apasionaba desde
joven. Digamos que su vida no fue nada fácil pero en eso había tenido suerte,
pocas personas llegan a trabajar en lo que realmente les gusta, y menos en esa
época.
Pero los años fueron de mal en
peor para el pobre Manuel Mejido. Llegaron los problemas por la custodia de sus
hijos y la ley no estaba de su parte. Marlys consiguió quedarse con los niños y
él apenas los podía ver dos veces por semana. Se pasó días enteros en los
juzgados, entre papeles y más papeles, solo para conseguir que le dejaran a sus
hijos durante dos semanas. Su ilusión era llevarlos a Yermes, Asturias, y pasar
con ellos esas dos semanas sin nadie por medio. A duras penas lo consiguió, y
un 24 de junio partieron hacia Asturias.
Sin lugar a dudas, esta fue una fecha que él siempre recordó hasta en sus
últimos momentos de vida.
Aquel viaje duró aproximadamente
diez días. Para él fue muy completo. Siempre que le contaba esa historia a sus
amigos cubanos les decía que le encantaría haber podido parar el tiempo cuando
él y sus dos hijos se encontraban sentados en la plaza de Yermes contemplando
el hermoso paisaje que los cegaba de belleza y escuchando el leve canto de los
jilgueros.
Jonathan era un joven poco interesado en la vida de su padre, al
contrario que Pelayo quien siempre le estaba preguntando sobre sus antepasados
y sobre su infancia. Pelayo amaba lo poco que conocía de Asturias y, aunque
siempre se quejaba de la ausencia de su padre, le amaba con locura. Por eso
disfrutó de ese viaje como nunca antes lo había hecho aunque fue muy duro para
él enterarse de que toda la familia de su padre había muerto.
Pasaron los años y la vida de
nuestro asturiano Manuel iba a peor. Cuando le diagnosticaron cáncer de pulmón,
se encerró en sí mismo. No salía de casa ni se comunicaba con nadie, excepto con
Pelayo. No solo se estaba muriendo debido a la enfermedad sino también debido a
la tristeza que sentía por no tener familia y de no poder regresar a su pequeño
pueblo asturiano.
El día estaba nublado y acechaban
las nubes. Era un 13 de diciembre y quizá el peor día en la vida del pequeño
Pelayo. Bueno, ya no era tan pequeño; se había casado y dentro de poco iba a
tener una preciosa niña, pero para su padre siempre iba a ser su pequeño. Cuando
recibió la noticia, no supo cómo reaccionar. En ese momento, Pelayo sintió que
le ardía el corazón y rompió a llorar al pensar que su padre no podría conocer a
su nieta ni tampoco podría contarle sus historias, esas historias que amaba
escuchar de los labios de su padre porque nunca había conocido a alguien que
sintiera tanto su sangre a pesar de estar a miles de kilómetros.
Por si fuera poco, Pelayo solo
contaba con el apoyo de su mujer ya que ni su madre ni su hermano quisieron
velar a su padre. Un día, removiendo entre papeles que su padre tenía en su
cuarto, encontró un diario. Al principio, dudó en leerlo pero, al final, se
puso a ello. No podía evitar llorar mientras lo leía porque, aunque él siempre
supo que su padre no era feliz, nunca se imaginó lo que de verdad sentía. Esas
palabras le arrugaban el corazón. Llegó al final, donde relataba su viaje a
Yermes. Esto fue durísimo para Pelayo ya que su padre había escrito algo así
como que su vida se terminó con aquel viaje porque nunca jamás volvió a ser tan
sumamente feliz. Ante estas palabras, Pelayo tuvo una gran idea.
Un mes más tarde, Pelayo y su
mujer se mudaron a Yermes. Trasladaron el cuerpo de su padre allí, para
enterrarlo junto a sus familiares y pocos días después nació la pequeña Laia.
Pelayo siempre se sintió asturiano y quizá quería que su hija se sintiera igual
que él. Os puedo asegurar que allí fueron felices los tres. Pelayo se sentía
amado, arropado y libre, y sabía que, allí donde estuviera su padre, estaría
orgulloso de él y de que, a pesar de ser cubano, él se sentía completamente
asturiano ya que lo importante no es donde se nace sino donde se es realmente
feliz.
Paula
Fernández Tobías. 2º de Bachillerato.
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