"LLa lengua nace con el pueblo; que vuelva a él, que se funda con él, porque el pueblo es el verdadero dueño de la lengua". Miguel Delibes a lengua nace con el pueblo; que vuelva a él, que se funda con él, porque el pueblo es el verdadero dueño de la lengua". Miguel Delibes

miércoles, 18 de noviembre de 2015

PUNTO Y SEGUIDO CON LEONARDO PADURA: YO ESTABA AHÍ

Aunque en Cuba insistieran en llamarlo el Gallego Manolo, como a todos los españoles que por décadas y siglos se habían asentado en la isla, siempre que podía el viejo Manuel Mejido les aclaraba: “Asturiano. Soy asturiano”. Y no lo hacía porque considerara que ser asturiano fuese mejor que ser gallego, o catalán o andaluz, sino porque, a pesar de haber vivido tantos años lejos de su terruño, en cada ocasión en que se le despertaba la nostalgia, sus recuerdos más ingobernables reavivan la memoria de aquel pueblito asturiano donde había nacido y al cual, algún día, algún día, regresaría para completar el ciclo de la vida. Porque Manuel Mejido aspiraba a descansar en la misma tierra donde había nacido.

Manuel Mejido era un hombre alto y delgado, pues no comía demasiado, con el pelo rubio como el oro y unos ojos grandes del color del mar. Era simpático, pero solo con los conocidos; se volvía tímido frente a los extraños. Lo mejor de este hombre era su testarudez al tomar una decisión. Por eso, cuando se le ocurrió la idea de irse a su tierra, para no solo ver a su familia sino poder descansar en paz en ella, nadie lo pudo detener. Fue inmediatamente a comprar un pasaje de avión y,  al día siguiente, volaba hacia Asturias, su tierra querida.

Ya en el avión, Manuel estaba sentado tranquilo, leyendo uno de sus libros de Leonardo Padura, aspirando vivir en uno de ellos cuando, de repente, sintió una mano fría y sudada sobre la suya. Sobresaltado, miró a su derecha, donde se encontraba una chica joven, con la mirada perdida. Después de unos segundos observándola, sin recibir ningún tipo de reacción por parte de ella, decidió ser el primero en romper el silencio.

-Perdóneme señorita, ¿se encuentra usted bien?

Ella le miró sin decir una palabra. Manuel esperaba su respuesta ansiosamente, sentía que algo malo pasaba con esta chica, aunque lo único que recibió fue su silencio y algo en su mano. Era suave y no muy grande. La miró confuso, sin saber qué hacer. ¿Qué quería esta joven de él? ¿Por qué le estaba dando eso? Ella, al entender su confusión, decidió finalmente abrir su boca.

 -Por favor, léalo en secreto. -susurró en voz casi inaudible. 
Manuel no entendía nada, pues no sabía por qué rayos esta joven hablaba tan bajo o por qué quería que leyera ese papel. Puso ese mensaje en secreto sobre su libro y empezó a leerlo.

“Soy Ana y tengo dieciséis años. Hoy me han secuestrado unos hombres a quienes nunca he visto en mi vida. Me han mantenido encerrada durante horas, dándome comida cada seis. He sido obligada a tragar unas bolsas pequeñas llenas de una sustancia blanca que sospecho sea droga. Por fin me dejaron ver el sol, llevándome hasta este aeropuerto, donde he decido pedir ayuda. Robé un bolígrafo de uno de los traficantes y, cuando entramos en el avión, me escapé hacia el baño para escribir esto. Antes de entrar en él me tropecé con un detective, vi su placa, y también lo he visto a usted, por eso quiero que me ayude y le dé este mensaje. Yo no podría, ya que hay muchos hombres vigilándome, pero nadie sospecharía de un viejo. El detective es un hombre de pelo blanco y lleva un sombrero de color negro. Se lo ruego, es mi única esperanza. AYÚDEME.”

Manuel no se lo podía creer, parecía haber entrado en uno de sus libros de Leonardo Padura. ¿Estaría soñando o esto era realidad, y de verdad había traficantes en este avión? Miró de nuevo a su derecha para asegurase de que esto no era un fantasía y vio a la chica temblando con una cara blanca de miedo. No le quedaba duda: estaba viviendo una de sus tantas soñadas historias policiacas. Finalmente algo interesante sucedía en su aburrida vida, ya podría llegar a su terruño y enorgullecerse de ser un héroe. Manuel se levantó, decidido a cumplir su “misión”, pero una azafata le detuvo.

-Perdóneme señor, ¿necesita usted algo? -le preguntó ella. 
Él, un poco desconcertado, sin saber qué decir, observó de reojo a la joven Ana, quien le miraba nerviosa. ¿Qué podría decir? Tendría que librarse rapidamente de la azafata, encontrar al detective y darle el mensaje. Pero, ¿dónde rayos está el maldito? Entre tantos pasajeros, sería difícil encontrarlo. Mientras contemplaba a la azafata, sus ojos vieron algo que tanto querían, un sombrero negro. Ahí estaba el otro héroe, sentado cerca del baño. Entonces se le ocurrió una gran idea.

-Pues, mire usted, he comido tanto antes de entrar en el avión que se me está subiendo todo. Creo que voy a vomitar y no será un buen paisaje para ninguno de los pasajeros, por eso quisiera ir al baño. ¿Me dejaría usted pasar, señorita?

-Claro que sí, señor. ¿Necesita que le ayude?

-No es necesario, gracias. Estoy viejo, pero todavía sé caminar.

Así que esquivó a la azafata y se dirigió hacia el baño. Para no levantar sospechas, fingió haber tropezado y se dejó caer encima del detective, pasándole el mensaje. Y en voz baja le susurró: "Léalo, por favor." Y se levantó diciendo en voz alta: "Perdón, parece que sí estoy viejo: ni caminar puedo sin tropezar conmigo mismo."

-No pasa nada. Si quiere, le abro la puerta para que no haya otro accidente. -dijo el hombre del sombrero negro levantándose.

-Gracias, buen hombre.

Al entrar en el baño, suspiró largamente. Había cumplido con su misión, pensó. Para no atraer sospechas, se quedó un buen rato dentro. Cuando decidió salir, escuchó unos tiros, por lo que cerro rapidamente la puerta, temblando. Durante un largo momento hubo un gran alboroto, gritos, tiros… hasta que se cesaron y lo único que dominó el avión fue el silencio.



Catarina Alexandra Patricio Ferreira. 1º de Bachillerato.

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