"LLa lengua nace con el pueblo; que vuelva a él, que se funda con él, porque el pueblo es el verdadero dueño de la lengua". Miguel Delibes a lengua nace con el pueblo; que vuelva a él, que se funda con él, porque el pueblo es el verdadero dueño de la lengua". Miguel Delibes

lunes, 23 de noviembre de 2015

PUNTO Y SEGUIDO CON LEONARDO PADURA: UNA NUEVA LUNA


            Aunque en Cuba insistieran en llamarlo el Gallego Manolo, como a todos los españoles que por décadas y siglos se habían asentado en la isla, siempre que podía el viejo Manuel Mejido les aclaraba: “Asturiano. Soy asturiano”. Y no lo hacía porque considerara que ser asturiano fuese mejor que ser gallego, o catalán o andaluz, sino porque, a pesar de haber vivido tantos años lejos de su terruño, en cada ocasión en que se le despertaba la nostalgia, sus recuerdos más ingobernables reavivan la memoria de aquel pueblos asturianos donde había nacido y al cual, algún día, algún día, regresaría para completar el ciclo de la vida. Porque Manuel Mejido aspiraba a descansar en la misma tierra donde había nacido.
En una cálida mañana de verano, Manuel fue a caminar por el parque de la fraternidad sin duda alguna su lugar favorito; adoraba la sombra de los árboles que le rodeaban en días calurosos así como su fresca brisa sentado en uno de los bancos, observando la tranquilidad del lugar. Era increíble la de cosas que pasaban en tan sólo una mañana, y él permanecía allí, quieto. De vez en cuando, elevaba la mirada hacia la copa de los árboles; de alguna forma, se sentía un poco más cercano a los verdes paisajes asturianos.
Se paraba a pensar en los pequeños pueblos, y en todo aquello que quería y tuvo que dejar atrás; de pronto, algo le desconcertó y le desconectó de sus pensamientos. Era el molesto sonido de su teléfono, le llamaba la secretaria de su jefe. Decía que su semana de vacaciones se alargaría un mes, pues la oficina en la que trabajaba había sido atracada.
De un trago se acabó el café, y se acostó sobre el frío banco de piedra y se fijó en que aún no se había ocultado la luna, uno de sus entretenimientos era observarla siempre que podía. Podía sentir mil sensaciones, triste, alegre, enfadado, nostálgico… y ella siempre permanecía ahí como si nada de lo que sucediera en su día a día importara. Eso le transmitía una gran paz, y cómo no, le llevó a pensar cómo se vería desde Asturias. ¿Se mostraría acaso tan tímida entre las nubes como allí, en la Habana? Se propuso contestar él mismo a esa pregunta. Se levantó del banco despacio para no marearse, pero se apresuró a llegar a casa. Echó mano de sus ahorros y compró un billete de avión a Madrid.
Dos días después. Ya tenía las maletas preparadas y se llevó con él a su fiel amigo “Coco”, un precioso galgo de color avellana que había rescatado de la muerte cuando tan solo era un cachorro.
Tras 15 inacabables horas, al fin se posó del autobús y allí estaba, en la hermosa ciudad de Oviedo. Se le saltaron las lágrimas, no podía creerse que volviera a estar en sus tierras natales. Ya eran las cinco de la tarde, así que buscó un buen hotel. Optó por hospedarse en el “Fénix”, era precioso, muy cálido y acogedor. Al subir las escaleras, se encontró con la mayor belleza que podría ver en Asturias, tenía un suave y dulce rostro que parecía calmarle más que la Luna más brillante.  Entablaron conversación, ella se hospedaba en la habitación frente de él.
A la mañana siguiente, cuando Manuel fue a pasear a “Coco”, volvió a encontrarse a la chica y, puesto que a los dos les sobraba tiempo libre y habían venido solos, decidieron ir a tomarse un café.
Ella se llamaba María. Era una chica sencilla y amante de las cosas bien hechas, todo lo contrario a él, que simplemente dejaba que sus sentimientos le guiaran. Pero qué importaban sus diferencias si, cuando ella sonreía, a él parecía escapársele un trozo de su corazón.
Así pasaron los días y, al final, sucedió lo inevitable y se fueron conquistando el uno al otro, como si jamás antes hubieran amado; parecía que descubriesen por primera vez el verdadero significado de la palabra “amor”.
Qué rápido se les pasaba el tiempo. Juntos visitaron cada rincón de Asturias. Fueron a todas las playas que pudieron, y vieron los paisajes más bonitos de este paraíso, desde la Villa de Taramundi hasta los Lagos de Covadonga.
Juntos pasaron los mejores momentos de sus vidas, pero se iban acabando y Manuel sabía que solo guardaría el recuerdo y la añoranza de estos días… María, en cambio, era más inocente y planeaba una vida junto a él, quería que se fuera a vivir con ella a Madrid y decía que allí podrían ser felices. Pero él se callaba cuando ella ilusionada le contaba sus planes.
Y cómo no contar el último e increíble viaje de estos dos enamorados. Fueron a ver un bonito atardecer de despedida. La luna se mostraba llena y brillante, parecía un gran diamante que destacaba en un manto de estrellas mientras el sol se ocultaba entre el horizonte y las olas susurraban dulces melodías. Todo era perfecto, pero Manuel ya no observaba las estrellas, ni el paisaje, ni siquiera la luna, pues tenía a su lado a aquella muchacha de belleza tan increíble que dejaba en ridículo la grandeza de su querida Luna.
A la mañana siguiente, Manuel debía irse. Parecía increíble que en un mes hubiera sido tan feliz, y parecía mentira que ahora sintiese la muerte en su pecho al abandonar de nuevo su gran amor, Asturias, y a su nueva luna, María, a quien no volvería a ver nunca.
Solo hubo lágrimas y abrazos. Quién diría que aquel aeropuerto pudiera contemplar un beso más sincero de los que se ven en las iglesias un día de boda. Muy dentro de ellos tenían fe en que algún día podrían volver a verse, pues son las cosas que no esperas las que te cambian la vida.
Antes de subir al avión, recibió un mensaje; era de su mujer, Laura. “Te echo de menos”, decía.

Ania Morón Fernández. 4º de ESO



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