Aunque en Cuba insistieran en llamarlo el Gallego Manolo, como a todos
los españoles que por décadas y siglos se habían asentado en la isla, siempre
que podía el viejo Manuel Mejido les aclaraba: “Asturiano. Soy asturiano”. Y no
lo hacía porque considerara que ser asturiano fuese mejor que ser gallego, o
catalán o andaluz, sino porque, a pesar de haber vivido tantos años lejos de su
terruño, en cada ocasión en que se le despertaba la nostalgia, sus recuerdos
más ingobernables reavivan la memoria de aquel pueblos asturianos donde había
nacido y al cual, algún día, algún día, regresaría para completar el ciclo de
la vida. Porque Manuel Mejido aspiraba a descansar en la misma tierra donde
había nacido.
En una cálida mañana de verano, Manuel fue a caminar por
el parque de la fraternidad sin duda alguna su lugar favorito; adoraba la
sombra de los árboles que le rodeaban en días calurosos así como su fresca
brisa sentado en uno de los bancos, observando la tranquilidad del lugar. Era
increíble la de cosas que pasaban en tan sólo una mañana, y él permanecía allí,
quieto. De vez en cuando, elevaba la mirada hacia la copa de los árboles; de
alguna forma, se sentía un poco más cercano a los verdes paisajes asturianos.
Se paraba a pensar en los pequeños pueblos, y en todo
aquello que quería y tuvo que dejar atrás; de pronto, algo le desconcertó y le
desconectó de sus pensamientos. Era el molesto sonido de su teléfono, le
llamaba la secretaria de su jefe. Decía que su semana de vacaciones se
alargaría un mes, pues la oficina en la que trabajaba había sido atracada.
De un trago se acabó el café, y se acostó sobre el frío
banco de piedra y se fijó en que aún no se había ocultado la luna, uno de sus
entretenimientos era observarla siempre que podía. Podía sentir mil sensaciones,
triste, alegre, enfadado, nostálgico… y ella siempre permanecía ahí como si
nada de lo que sucediera en su día a día importara. Eso le transmitía una gran
paz, y cómo no, le llevó a pensar cómo se vería desde Asturias. ¿Se mostraría
acaso tan tímida entre las nubes como allí, en la Habana? Se propuso contestar
él mismo a esa pregunta. Se levantó del banco despacio para no marearse, pero
se apresuró a llegar a casa. Echó mano de sus ahorros y compró un billete de
avión a Madrid.
Dos días después. Ya tenía las maletas preparadas y se
llevó con él a su fiel amigo “Coco”, un precioso galgo de color avellana que
había rescatado de la muerte cuando tan solo era un cachorro.
Tras 15 inacabables horas, al fin se posó del autobús y
allí estaba, en la hermosa ciudad de Oviedo. Se le saltaron las lágrimas, no
podía creerse que volviera a estar en sus tierras natales. Ya eran las cinco de
la tarde, así que buscó un buen hotel. Optó por hospedarse en el “Fénix”, era
precioso, muy cálido y acogedor. Al subir las escaleras, se encontró con la
mayor belleza que podría ver en Asturias, tenía un suave y dulce rostro que
parecía calmarle más que la Luna más brillante.
Entablaron conversación, ella se hospedaba en la habitación frente de
él.
A la mañana siguiente, cuando Manuel fue a pasear a
“Coco”, volvió a encontrarse a la chica y, puesto que a los dos les sobraba
tiempo libre y habían venido solos, decidieron ir a tomarse un café.
Ella se llamaba María. Era una chica sencilla y amante de
las cosas bien hechas, todo lo contrario a él, que simplemente dejaba que sus
sentimientos le guiaran. Pero qué importaban sus diferencias si, cuando ella
sonreía, a él parecía escapársele un trozo de su corazón.
Así pasaron los días y, al final, sucedió lo inevitable y
se fueron conquistando el uno al otro, como si jamás antes hubieran amado;
parecía que descubriesen por primera vez el verdadero significado de la palabra
“amor”.
Qué rápido se les pasaba el tiempo. Juntos visitaron cada
rincón de Asturias. Fueron a todas las playas que pudieron, y vieron los
paisajes más bonitos de este paraíso, desde la Villa de Taramundi hasta los
Lagos de Covadonga.
Juntos pasaron los mejores momentos de sus vidas, pero se
iban acabando y Manuel sabía que solo guardaría el recuerdo y la añoranza de
estos días… María, en cambio, era más inocente y planeaba una vida junto a él,
quería que se fuera a vivir con ella a Madrid y decía que allí podrían ser
felices. Pero él se callaba cuando ella ilusionada le contaba sus planes.
Y cómo no contar el último e increíble viaje de estos dos
enamorados. Fueron a ver un bonito atardecer de despedida. La luna se mostraba
llena y brillante, parecía un gran diamante que destacaba en un manto de
estrellas mientras el sol se ocultaba entre el horizonte y las olas susurraban
dulces melodías. Todo era perfecto, pero Manuel ya no observaba las estrellas,
ni el paisaje, ni siquiera la luna, pues tenía a su lado a aquella muchacha de
belleza tan increíble que dejaba en ridículo la grandeza de su querida Luna.
A la mañana siguiente, Manuel debía irse. Parecía
increíble que en un mes hubiera sido tan feliz, y parecía mentira que ahora
sintiese la muerte en su pecho al abandonar de nuevo su gran amor, Asturias, y
a su nueva luna, María, a quien no volvería a ver nunca.
Solo hubo lágrimas y abrazos. Quién diría que aquel
aeropuerto pudiera contemplar un beso más sincero de los que se ven en las
iglesias un día de boda. Muy dentro de ellos tenían fe en que algún día podrían
volver a verse, pues son las cosas que no esperas las que te cambian la vida.
Antes de subir al avión, recibió un mensaje; era de su
mujer, Laura. “Te echo de menos”, decía.
Ania Morón Fernández. 4º de ESO
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